dimanche 24 février 2013

Paul Lafargue y la filosofía cubana

Pablo Lafargue y Laura Marx
A nuestro pueblo, sus usos y costumbres le han venido desde el interior de su propia experiencia, la raíz de nuestra ideosincracia es pragmática.
Poco y superficial ha sido el efecto de las ideas de nuestros contemporáneos occidentales, de cuya civilización se supone que hacemos parte, en nuestra manera de vivir y de ver el mundo.
En el siglo XIX Martí durante su largo exilio en Nueva York, asimiló las nuevas ideas recientemente en voga de los Trascendentalistas del American Renaissance de Concord en Nueva Inglaterra, es decir Emerson, Thoreau y otros menos importantes pero sobre todo recibió la benéfica influencia del inspirador soplo poético del colosal Walt Whitman. Su obra personal fuera de la leve brisa francesa que esporádicamente aflora, aunque jamás con la fuerza con que se puede sentir en Rubén Darío, es muy secundaria en relación con la influencia formadora de su espíritu que sufrió en su larga estadía en Nueva York, esas entrañas del Monstruo de las que tardíamente se vino a percatar.
Pero en todo caso su obra no penetró en Cuba hasta ya bien entrado el siglo XX gracias a pensadores como Mañach y Varona y la progresiva y tardía publicación de sus obras completas.
Las ideas socialistas y anarquistas vehiculadas principalmente por los lectores de tabaquerías quienes frecuentemente eran originarios de Andalucía o Cataluña donde el ideario libertario era muy generalizado entre el publo llano penetraron mucho más en la mentalidad vernácula.
La excepcional obra de Carlos Loveira lo atestigua ejemplarmente.
Pero fuera de estas influencias fundamentales hay que esperar a la invasión del marxismo a la soviética que nos sobrevino cuando nos le cayó comején al piano el primero de enero del año 1959.
Saco, Delmonte y Varela a pesar de su fama, fueron mucho menos originales que lo fue un mulato chino santiaguero del que poco oímos hablar y que sin embargo fue probablemente el único que inventó ideas desde el punto de vista criollo.
Se trata de Paul Lafargue hijo de una mulata china nacida en Santiago de Cuba y de un francés que se lo llevó de vuelta con el a París en aquellos tiempos en que allí bullía el utopismo más fecundo que se haya dado en la historia de la filosofía occidental.
Se casó muy a pesar se su nuero con la mismísima hija de Karl Marx.
¡Sí, ese mismo que dió su nombre al popular teatro de Miramar!
Se suicidaron ambos al cumplir los sesenta años de edad, porque en aquellos tiempos los intelectuales sí que creían en sus ideas y no como hoy que generalmente se las toman más a la ligera.
¡Se suicidaron por convicción filosófica, asere!
No consideraron que fuera interesante vivir esa vejez que hoy gracias a los adelantos de la medicina se nos extiende indefinidamente para mayor beneficio de los doctores que por nada del mundo quieren perder los honorarios debidos a sus cada vez más necesarios servicios y para desesperación de nuestro infelices familiares que están obligados a pagarlos.
Sólo he podido leer dos de sus muchas obras, porque sus libros son bastante difíciles de encontrar. Ambas testimonian, a mi humilde parecer, de una ideosincracia criolla inconfundible.
Sólo sus títulos bastarían para reconocer en ellos nuestro ethos nacional:
"Elogio de la Pereza." y ""Sermón de las Cortesanas."
En el primero desarrolla la tesis de que eso de la disciplina del trabajo es cosa de burgueses, porque los proletarios lo que quieren es pasarla bien festejando todos los días, y solamente cuando se cansan del cotidiano jolgorio es que se les ocurre seriamente ponerse a trabajar.
El segundo nos explica como si no hubiera existido la prostitución nunca hubiera habido Artes, ni estas hubieran podido desarrollarse al punto en que lo han hecho.
¡Díganme ustedes mismos si esta manera de ver las cosas no es tremendamente cubana!
Todo esto lo pongo en manos de Orlando González Esteva en lo que a Martí concierne y en las de Rafael Rojas para todo lo demás, que ellos sí que saben de ideas, poesía y filosofía, yo nada más que soy un pintorcito pretencioso que se pone a filosofar por cuenta propia y sin pagar impuestos al Estado, como dicen mis encarnizados detractores que no se cansan de tirarme con el rayo en la sección de comentarios de este Café Fuerte de nuestros amores.

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