dimanche 24 mars 2013

Un sueño chino

Un partido hegemónico que controla indirectamente la economía,  agrupaciones opositoras toleradas aunque poco menos que simbólicas, tribunales serviles, iglesias dóciles y sindicatos amaestrados: la solución de recambio parece ser el modelo postsoviético

MIGUEL SALES | Málaga | 22 Mar 2013



El general Raúl Castro, presidente de la República de Cuba por sucesión dinástica, refrendada en los últimos comicios indirectos y unipartidistas allí celebrados, tuvo hace algunos años un sueño o una visión de futuro. En su ensoñación, Cuba volvía a ser un país próspero, con un dinamismo económico basado en iniciativas privadas, abundantes inversiones extranjeras, créditos del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, millones de turistas estadounidenses que cada año visitaban la Isla y un caudaloso comercio exterior fomentado desde Miami.

Todo eso, en el sueño, estaba debidamente coordinado y vigilado por el Partido Comunista de Cuba (PCC), única agrupación política autorizada por la ley, en cuya cúpula los miembros más jóvenes de la familia Castro ocupaban cargos fundamentales. El Parlamento se reunía ocho días al año, en vez de los cuatro de ahora, y aprobaba en votaciones unánimemente unánimes todas las leyes necesarias para el funcionamiento armonioso de la nación y la emigración. El diario Granma, órgano oficial del PCC, tiraba 5 millones de ejemplares diarios y en las iglesias del país se cantaba un Te Deum solemne el 13 de agosto, para conmemorar el natalicio de su difunto hermano.

En resumen, un sueño chino.

Pero la terca realidad está empujando a Cuba por otros derroteros. Hay por lo menos once millones de razones para que el modelo chino anhelado por el general/presidente y algunos de sus colaboradores no resulte viable en la Isla. Entre las más obvias, cabe mencionar la historia, la geografía, la economía, la demografía y el folclor.

La solución de recambio parece ser el modelo postsoviético o putinesco. Sus elementos son bien conocidos: un partido hegemónico que ejerce el control indirecto de la economía, agrupaciones opositoras toleradas aunque poco menos que simbólicas, parlamento plural pero obsecuente, tribunales serviles, prensa "crítica" financiada por el propio Estado, iglesias dóciles y sindicatos amaestrados.

Esta fórmula podría prosperar sin grandes dificultades en el Caribe. De hecho, el difunto Hugo Chávez demostró que sí se puede, que es posible monopolizar el poder con un partido prácticamente único, tribunales sumisos y un parlamento dócil, siempre que el ejército quede bien trincado entre las dos pinzas del alicate: la milicia presidencial y la policía política. A condición, por supuesto, de que estén a mano los dineros indispensables para engrasar la maquinaria. En ese régimen se celebran elecciones de previsible resultado, se tuercen las leyes sin quebrar la Constitución y se aprueba en el parlamento cuanto el ejecutivo considere necesario. El montaje ostenta toda la escenografía del Estado de derecho y no presenta ninguno de sus inconvenientes. La prensa, la oposición, las iglesias y los sindicatos conocen los límites de la crítica y, por lo general, se cuidan de las transgresiones.

En Cuba ese proyecto contaría además con la colaboración de un sector de la emigración dispuesto a ampliar sus negocios con la Isla en nombre de la reconciliación familiar y el perdón de los pecados. Las reformas necesarias para que ese modelo funcione ya están en marcha y los cabilderos de La Habana sostienen que su aplicación legitima al Gobierno y vacía de contenido lo poco que queda del embargo estadounidense. Además, si Estados Unidos ha convivido 14 años con un régimen similar en Venezuela, ¿por qué no va a tolerarlo sin mucha irritación en Cuba?

Aunque se ajusten a las circunstancias del momento, esa sociedad y ese Estado que el castrismo, disfrazado de neochavismo, va urdiendo lentamente en Cuba, están lejos de ser inevitables. Uno de los peores errores que pueden cometerse en política es dejarle al adversario la certidumbre de una complicidad con la Historia. Ya lo advertía Machado (el poeta, no el presidente): "No está el mañana —ni el ayer— escrito".

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