dimanche 1 septembre 2013

La segunda muerte de José Martí

Tomado del Sitio: Cuba Liberal.com

Por Carlos Alberto Montaner

Situémonos en la época: Martí muere en 1895 a los 42 años. Es un hombre todavía joven que había vivido toda su vida adulta fuera de Cuba, salvo por una breve estancia en La Habana ocurrida en 1878 tras la Paz del Zanjón. Los cubanos de la Isla lo conocían poco y lo habían leído menos, dado que su obra como escritor se desarrolla en el exilio en publicaciones de escasa circulación o en periódicos remotos editados en Buenos Aires, México o Caracas. Martí, además, no fue un mambí durante la Guerra de los diez años , lo que implica que no participó en hazañas heroicas con las que se pudiera construir una leyenda. Los exiliados que lo conocieron y admiraron, o los luchadores que lo trataron muy amistosamente, como Fermín Valdés Domínguez, pese a sus méritos, no tuvieron demasiada influencia tras el establecimiento de la República. Estrada Palma, a quien él elige como su sucesor o Delegado en el exilio ante el Partido Revolucionario Cubano, no era un amigo íntimo, sino alguien que también le inspiraba confianza a Máximo Gómez y a Antonio Maceo, dado que se trataba de un prestigioso ex combatiente de la Guerra de los diez años, ex presidente de la República en Armas. Aparentemente, lo que Martí intentaba con esa designación era fomentar los lazos entre el exilio y los insurrectos con una persona fiable, como sucedía con Don Tomás.

Otro dato menor, pero significativo: en 1899, un año después de concluida la guerra, los interventores norteamericanos, que siempre fueron atentos con la familia de Martí, más por solidaridad que por méritos, le conceden un puesto de trabajo a la anciana madre del Apóstol, Doña Leonor Pérez, que padecía serias dificultades económicas. Pero tampoco le otorgan un empleo excepcional: la nombran oficial de tercera en el Ministerio de Agricultura. No estaba mal para la época, mas es obvio que todavía en ese momento no se percibe a Martí como la figura fundamental de la nación cubana.
En esos tumultuosos primeros tiempos post coloniales, los que conocieron a Martí lo recuerdan como un escritor brillante que tuvo el excepcional talento de organizar el PRC y desde esa plataforma lanzar la insurrección del 95, pero su muerte casi inmediata impidió que su peso gravitara sobre la estructura del Ejército Libertador o del Gobierno de la República en Armas. Obsérvese quienes son las personas que ocupan la presidencia a partir del 1902 y hasta 1933, cuando la generación de los mambises se despide: Estrada Palma, José Miguel Gómez, Mario García Menocal, Alfredo Zayas, Gerardo Machado. Ninguno formaba parte del entorno martiano. La mayor parte, ni siquiera se cruzó jamás con él.
Sin embargo, en 1905 Máximo Gómez — que desembarcó junto a Martí en Playitas en 1895, pero a quien le molestaba que quienes los recibieron le llamaran “presidente” — inaugura la primera estatua que le dedica la República a un héroe de la guerra. La iniciativa la había lanzado el diario El Fígaro en 1899, y a partir de ese momento comenzó una recaudación creciente que permitió que el escultor José Vilalta se trasladara a Roma y allí, en mármol de Carrara, esculpiese una estatua de 10 metros de altura y 36 toneladas de peso. La escultura, situada en el lugar más emblemático de La Habana de entonces, sustituyó a la de la reina española Isabel II, y en su proximidad se sembraron 28 palmas en homenaje al día de su nacimiento (el 28 de enero) y ocho pequeños jardines que recordaban a los estudiantes de medicina fusilados en noviembre de 1871, hecho luctuoso ya aludido y al que los cubanos continúan recordando anualmente.
Quiero subrayar la coincidencia, porque voy a volver sobre ella más adelante: en las insurrecciones cubanas contra España se producen miles de muertos. Muchos de ellos son figuras heroicas: Carlos Manuel de Céspedes, Ignacio Agramonte, Bernabé Varona, los Maceo, entre otros centenares. Pero el primer homenaje ritual que hace la República es a José Martí y a los estudiantes de medicina. Los estudiantes ni siquiera son héroes en el sentido tradicional de haber realizado alguna hazaña reputada como prodigiosa: son sólo víctimas inocentes. Martí no es una víctima pero es, a su manera, inocente: muere sin disparar un tiro en un combate de una guerra que él ha conseguido desatar, mas no es culpable de nada. Su muerte temprana lo pone a salvo de las asperezas de la política. No vivió la frustración de la Asamblea del Cerro, ni la incómoda y poco elegante disputa sobre el monto de las indemnizaciones que reclamaban los veteranos a Washington y a la recién estrenada patria, ni los amargos debates sobre la Enmienda Platt. No tuvo que enfrentarse a los conflictos entre Masó y Gómez. No conoció las primeras disputas regionales entre los caudillos políticos locales. No chocó con los militares norteamericanos que gobernaron Cuba durante cuatro años combinando la buena administración pública con las malas relaciones políticas. Es verdad que Martí y Maceo discutieron acremente durante el breve encuentro que tuvieron en La Mejorana, pero ambos murieron poco después en acciones militares y las discrepancias se quedaron como oscuras anécdotas carentes de importancia. Su muerte, pues, colocó a Martí más allá de las contingencias y pequeñeces de la política.
La República y la religión civil Cuando en 1901 los cubanos se dan la primera constitución que regirá a la nación, declaran que la forma de gobierno será la republicana. Muy probablemente esto es lo que Martí hubiera prescrito si hubiera estado vivo en esa época, entre otras razones, porque no había otra opción disponible si exceptuamos la monarquía. Cuando los cubanos recurren a la frase “la Cuba que soñó Martí” sin duda aluden a una república, dado que no hay indicios de que el Apóstol pretendiera algo diferente a eso. Ello quería decir que los cubanos optaban por un modelo de Estado laico, en el que todos los ciudadanos eran iguales ante la ley, con los mismos derechos y deberes, y en el que la autoridad de los gobernantes era limitada y se dividía el poder en tres ramas independientes,—legislativo, judicial y ejecutivo— como salvaguarda a los derechos individuales, incluido, naturalmente, el muy importante derecho de propiedad.
La característica esencial de la república moderna, de todas las repúblicas modernas, era ésa: se trata de un modelo frío y cerebral que parte de los esquemas intelectuales propuestos por los ideólogos de la Ilustración. En Cuba, como en Estados Unidos a partir de 1776, o en Europa desde la revolución francesa de 1789, se prescribió teóricamente, aunque no se hiciera en la práctica, lo que recetaron Locke, Montesquieu, y Rousseau: pura ingeniería política concebida para proteger los derechos individuales, canalizar las pasiones de los seres humanos, solucionar sus conflictos pacíficamente, y organizar la cadena de mando y la jerarquía administrativa con arreglo a la racionalidad aritmética que brindaba el método democrático de tomar las decisiones colectivas mediante consultas electorales periódicas.

Pero no sólo eso: el modelo republicano, que es, fundamentalmente, una determinada arquitectura institucional, también llevaba implícita una propuesta ética: a partir de su implantación se suponía que los ciudadanos desarrollaran o potenciaran una suerte de vinculación cívica. Lo que los unía no eran los secretos e inefables lazos tribales, ni el culto por los mártires, ni símbolos rituales como el himno o la bandera. Teóricamente , lo que les daba cohesión a los cubanos, como a todos los republicanos, era la sujeción a la ley y la lealtad a las instituciones: lo que hoy se suele llamar “patriotismo constitucional” o “patriotismo cívico”. En última instancia, las repúblicas habían sido diseñadas para erradicar el componente religioso que se desprendía de la idea de que la legitimidad del monarca provenía de la voluntad divina, entregando la soberanía al pueblo para que éste decidiera su destino racional y democráticamente.
Pero pronto se vio que ese lazo racional y democrático no existía o era muy débil en la Isla, y quien primero pareció advertirlo fue Estrada Palma, aunque Enrique José Varona también lo señalara con gran preocupación. Don Tomás, en una conocida correspondencia teñida por el pesimismo, se queja de tener que dirigir una república en la que no abundaban los ciudadanos. Y así sucedía: había cubanos profundamente comprometidos con la patria, pero no a la manera republicana, sino a la manera nacionalista. Para ellos Cuba era un sentimiento, no un razonamiento. Era un temblor cuando escuchaban el himno. Era la historia mil veces contada del rescate de Sanguily efectuado por Agramonte, o de la toma de Victoria de las Tunas dirigida por Calixto García con la artillería mambisa construida y desplegada por el coronel Juan Miguel Portuondo. Eran las legendarias cargas al machete de los Maceo, la estrategia de las contramarchas de Máximo Gómez o el valor sin límites de Quintín Banderas. Esa era la patria que “electrizaba” a los cubanos: la del heroísmo.
En otras palabras: a lo cubano se llegaba por el camino de la emoción, de la hazaña, del sacrificio, y, por supuesto, de la sangre. La sangre, como ocurre siempre, era el alimento del patriotismo nacionalista. Eso explica, por ejemplo, la tenaz pervivencia —que llega a nuestros días— de la conmemoración ritual de la triste historia de los ocho estudiantes de medicina fusilados por el nunca cometido “delito” —que ni siquiera lo era— de profanar la tumba de Gonzalo Castañón, un periodista español muerto en Cayo Hueso en un confuso duelo motivado por querellas políticas con los independentistas. Lo que unía a los cubanos, el nexo secreto que mantenía la cohesión de la tribu, como sucede con todo vínculo nacionalista, era la sangre, la reverencia a los héroes, las leyendas empapadas de heroísmo, dolor y sacrificio. Pero había más: en la medida en que se degradaba la República y aumentaban la insatisfacción y la frustración, con los crecientes atropellos, con los conatos de insurrección, con la corrupción, los pucherazos y el inveterado clientelismo, simultáneamente iban fortaleciéndose los lazos nacionalistas. Era como si en la conciencia política de los cubanos existiera un mecanismo compensatorio con dos cámaras conectadas: por una parte, se nos deterioraba el Estado republicano y la idea del patriotismo cívico; pero cuando eso ocurría, por la otra se revitalizaban los lazos tribales en un crescendo nacionalista.
La creciente figura Martí Es dentro de ese juego dialéctico de suma-cero en el que la figura de Martí se engrandece paulatinamente con cada fracaso que sufre el país, con cada político que defrauda a la sociedad, con cada elección amañada. A Martí se le reconoce, obviamente, como el artífice de los levantamientos del 95, pero su nombre comienza a reverenciarse ritualmente de una manera progresiva. Primero fue la estatua importante del Parque Central inaugurada en 1905. Poco después, durante la segunda intervención, designan a José Francisco Martí Zayas-Bazán, capitán del ejército mambí, el único hijo reconocido del Apóstol, como asistente y edecán de William H. Taft, Secretario de Guerra norteamericano y próximo presidente de ese país, enviado especial de Teddy Roosevelt para poner orden en el revuelto avispero cubano. Son los interventores norteamericanos los que aceleran el culto a la figura de Martí. En 1907 ordenan que en el cementerio de Santa Ifigenia se edifique un templete para darle sepultura dignamente a los restos del Apóstol. En junio de ese año, cuando muere Leonor Pérez, madre de Martí, hacen velar su cadáver en el Ayuntamiento y declaran duelo oficial. Charles Magoon, el interventor oficial norteamericano, decide que, tras las elecciones generales celebradas el 14 de noviembre de 1908, la república cubana reinicie su vida institucional independiente el 28 de enero de 1909 en homenaje a José Martí. Para que no quedaran dudas de sus intenciones, la víspera de esa fecha le asigna una pensión vitalicia a Carmen Zayas Bazán, la viuda del Apóstol. Evidentemente, está intentando potenciar los lazos que cohesionan a los cubanos.

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