vendredi 7 février 2014

José Martí por Juan Gualberto Gómez

Era Martí un hombre notable y de condiciones excepcionales y poco comunes, tenía alientos para concluir como loco o como héroe y terminó mejor que como él había soñado: como héroe y soldado, cayendo en medio del combate, en el fragor de la pelea y con el ruido que sirve de salva a los héroes y a los buenos.

Su apoteosis la harán los cubanos más tarde, conservando su efigie y su memoria entre sus grandes hombres. Cuando todos desmayaban, Martí levantó de nuevo el pabellón; de un grupo de cubanos dispersos en la emigración creó un pueblo entusiasta, y dio vida a la nueva Revolución que debiera llevar a la práctica el general Máximo Gómez.

Era Martí pequeño de cuerpo, delgado; tenía en su ser encarnado el movimiento; era vario y grande su talento; veía pronto y alcanzaba mucho su cerebro; fino por temperamento, luchador inteligente y tenaz, que había viajado mucho, conocía el mundo y los hombres; siendo excesivamente irascible, y absolutista, dominaba siempre su carácter, convirtiéndose en un hombre amable, cariñoso, atento, dispuesto siempre a sufrir por los demás, apoyo del débil, maestro del ignorante, protector y padre generoso de los que sufrían; aristócrata por sus gustos, hábitos y costumbres, llevó su democracia hasta el límite; dominaba su carácter de tal modo que sus sentimientos y sus hechos estaban muchas veces en contraposición; apóstol de la redención de la Patria logró su objeto.

El día 15 de noviembre (1894) se embarcaba Collazo rumbo a New York para que, viendo a Gómez y a Martí pintara a ambos la verdadera situación y adelantaran el momento de la revolución, que creían imposible retardar sin ser presos, a la vez que demostrarles la necesidad de remitir dinero a Cuba, donde podrían conseguir el armamento y municiones con mayor seguridad y prontitud, aunque a más costo.

En Santiago de Cuba la espera era difícil, a pesar de la calma y aparente actitud de Moncada, que con astucia e inteligencia sobrellevaba con éxito la situación de Manzanillo. El apresuramiento de algunos a vender sus ganados había llamado la atención. Camagüey decía claramente que era reacio a la Revolución; el Gobierno realmente fiaba en él, creyéndolo la lleve del movimiento; la única entidad revolucionaria allí era el Marqués de Santa Lucía; Las Villas aparentemente en calma, pero resuelta; sostenido el espíritu allí por la presencia de Serafín Sánchez, Roloff y Carrillo. En Matanzas algunos alardes belicosos, aunque poca fuerza y entusiasmo reales. Vuelta Abajo en espera, y dispuesta para cooperar al movimiento.

Este era el estado real de la Revolución a la salida de Collazo para los Estados Unidos. Este pasó por Key West y Tampa, encontrando a Martí en Filadelfia, donde había ido a esperar al comisionado de Cuba.

El estado de la Revolución en el exterior revestía un carácter original y especial: nadie sabía nada, eran muy pocos los que creían en ella; pero la masa obrera daba, sin preguntar, su óbolo con absoluta confianza y con fanatismo ciego por su ídolo Martí.

Collazo no conocía a Martí; su entrevista en la estación de Filadelfia fue cordial, y un abrazo leal de ambos fue la línea de conducta para lo porvenir. Martí era un hombre ardilla; quería andar tan de prisa como su pensamiento, lo que no era posible; pero cansaba a cualquiera. Subía y bajaba escaleras como quien no tiene pulmones. Vivía errante, sin casa, sin baúl y sin ropa; dormía en el hotel más cercano del punto donde lo cogía el sueño; comía donde fuera mejor y más barato; ordenaba una comida como nadie; comía poco o casi nada; días enteros se pasaba con vino Mariani; conocía a los Estados Unidos y a los americanos como ningún cubano, quería agradar a todos y aparecía con todos compasivo y benévolo; tenía la manía de hacer conversiones, así es que no le faltaban sus desengaños.

Era un hombre de gran corazón que necesitaba un rincón donde querer y ser querido. Tratándole se le cobraba cariño, a pesar de ser extraordinariamente absorbente.

Era la única persona que representaba la Revolución naciente; los demás eran instrumentos que él movía: Benjamín Guerra era la caja; Gonzalo de Quesada era parte de su cerebro y de su corazón; pero en realidad era su discípulo. Martí lo era todo, y ese fue su error, pues por más que se multiplicaba era imposible que lo hiciera todo él solo. Dormía poco, comía menos y se movía mucho; y sin embargo, el tiempo le era corto. Se puede concretar diciendo que el Partido Revolucionario Cubano era Martí.

Collazo, según sus instrucciones, debía seguir a Santo Domingo para ponerse al habla con el general Gómez; pero se esperaba en esos días un mensajero que enviaba el General desde Santo Domingo. A su tiempo llegó éste con poderes amplios del general Gómez. Era el brigadier José María Rodríguez. Con él vino la seguridad de que, a pesar de la llegada de Alejandro Rodríguez, comisionado de Camagüey, el General estaba dispuesto a la Revolución, y que José María Rodríguez estaba autorizado a determinar y representarlo en todo.

A la salida de Collazo de Cuba, se convino que por conducto de Juan Gualberto Gómez, con quien estaba en relación directa Martí, se comunicarían José María Aguirre y Julio Sanguily, a quien últimamente se le había indicado el estado de la Revolución, y a quien el general Gómez había mandado el nombramiento de Jefe de Occidente, debiendo ponerse al frente del movimiento en Matanzas. A la llegada de Rodríguez y Collazo a Nueva York, nada pudieron averiguar del estado real de la conspiración, pues se concretaron a oír lo que Martí les quiso decir, que fue bien poco o nada. Respecto del dinero, menos aún, pues la caja revolucionaria era un pozo donde caía el dinero, sin que, fuera de Benjamín Guerra, nadie haya sabido el montante de lo ingresado ni de lo que se gastaba.

En los meses de diciembre y enero se movió Martí con rapidez inusitada. De noche no dormía, sino viajaba. De Cuba las correspondencias, cada día más exigentes, apremiaban el movimiento y pedíanse recursos; especialmente las cartas de Julio Sanguily, que parecían escritas por un loco y cuyas correspondencias no podían armonizarse con las noticias de Aguirre y Juan Gualberto Gómez, sensatas y claras.

Aislados y casi siempre escondidos, Rodríguez y Collazo permanecían en Nueva York, sin saber una palabra de lo que ocurría fuera, pues Martí, aunque cada día se movía más, cada día se mostraba menos comunicativo. Dispuestos como si fuéramos a salir de un momento a otro, acudíamos sin resultado, a frecuentes citas que se nos daban, siempre esperando el día de la partida, que no acababa de llegar.

Conociendo como conocíamos el estado real de las cosas en cuba, no queríamos precipitar una explicación con Martí que nervioso y sin un día ni una noche de reposo, veíasele constantemente taciturno y preocupado. Parecíanos increíble que los sucesos no se hubieran precipitado en Cuba. Hasta entonces no se nos había sorprendido una sola correspondencia, ni una sola indiscreción de nuestros hombres había puesto sobre la pista a la numerosa policía que tanto en la Isla como en el extranjero sostenían el Gobierno español.

No teníamos con quién enterarnos de la marcha de la conspiración. Benjamín Guerra y Gonzalo de Quesada nada sabían en realidad; aunque aparentaban que no querían hablar. El resto de la emigración esperaba y confiaba en Martí. Mayía Rodríguez y Collazo, si de algo pecaron, fue de sufridos y prudentes. Sabían lo que buenamente se quería que supieran; nada preguntaban y dejaban pasar el tiempo resignados al aislamiento a que los tenía sometidos Martí, que a veces parecía un loco, víctima de un delirio de persecución que lo hacía ver espías y detectives por todas partes.

Aún no se sentía escasez de dinero. La Revolución tenía cuatro núcleos importantes en el exterior: uno en Nueva York, dirigido personalmente por Martí, otro en Key West, con Roloff y Serafín Sánchez, otro en Costa Rica con Maceo y Flor Crombet, y el último en Santo Domingo con el general Gómez. Cada uno de estos centros se comunicaba directamente con Martí.

A fines del mes de diciembre salieron Rodríguez y Collazo de Nueva York con dirección a Jacksonville, recibiendo orden de permanecer ocultos, hospedándose con nombre supuesto en el hotel Duval hasta la llegada de Martí, que debía ser en la mañan del domigo próximo. Allí permanecieron seis días, y en el fijado se presentó Martí, quien les dijo que tenía muy malas noticias que comunicarles.

En efecto, a las once de la mañana llegó al hotel Charles Hernández, enviado por Martí para decirles que todo había frecasado, y que tanto él como los que los rodeaban estaban expuestos a todo géneros de peligros, que más que nunca se hacía necesaria una gran prudencia y que permanecieran en su habitación hasta la noche en que se verían en el hotel "Travellers", en que se hospedaba Martí, donde también se hallaban Hernández, Enrique Loynaz y Tomás Collazo.

Ante la noticia de aquel fracaso de algo que, excepto Martí, todos ignoraban, Mayía Rodríguez y Collazo lamentaron amargamente su anterior prudencia, que, de un modo indirecto, los hacía en parte responsables de lo ocurrido. Nada habían preguntado hasta entonces, pero comprendían que había llegado el momento de las explicaciones. En su consecuencia, se dirigieron, acompañados de Hernández, al hotel Travelliers. Allí encontraron a Martí presa de una extraordinaria excitación nerviosa. Revolvíase como un loco en el pequeño espacio que le permitía la estrecha habitación. Su escaso pelo estaba erizado, sus ojos hundidos, parecían próximos a llorar.

De sus labios no salían más que estas palabras repetidas con tenaz insistencia: "¡Yo no tengo la culpa! ¡Yo no tengo la culpa!"

A la vista de Mayía, que entraba en la habitación con el rostro alterado y duro, Martí corrió hacia él y se echó en sus brazos. Aquel dolor tan profundamente retratado en su fisonomía desarmó a los que, momentos antes, querían exigirle explicaciones claras y concretas de su conducta. Todos comprendieron que algo muy grave había ocurrido, y que aquel fracaso, de que se había hablado hacía un instante, era desgraciadamente cierto.

Sin pretender averiguar nada, Mayía y Collazo se limitaron a tranquilizar a Martí asegurándole su más completa adhesión. No había que perder la esperanza. Por rudo que fuera el golpe sufrido, era preciso seguir adelante y sin desmayar ni decaer un momento. Algo más tranquilo Martí con aquellas muestras de simpatía y respeto que de todos los presentes recibía, declaró que aun cuando todo se había perdido, aún cuando no había un real para continuar los trabajos revolucionarios, no era posible abandonar la empresa acometida con tanta decisión y entusiasmo.

Horacio Rubens, el buen amigo de los cubanos, y Gonzalo de Quesada, que llegaron en aquellos momentos, contribuyeron con su presencia a reanimar los abatidos espíritus. Quesada, en nombre de su señora madre política, ofreció dar todas las fianzas que se necesitasen. Rubens puso a disposición de Martí sus servicios como abogado.

Preocupaba también a Martí lo que el general Gómez pudiera pensar de lo ocurrido, y demostraba con frases llenas de sentimiento el temor que sentía de que el General se negara a ir a Cuba, en circunstancias tan desfavorables. Tanto Rodríguez como Collazo aseguraron a Martí que Gómez, a quien conocían muy bien, iría a Cuba cualesquiera que fuesen las condiciones en que lo hiciera. Era preciso pensar en buscar pronto remedio al daño sufrido, en vez de abatirse y desconfiar tan pronto del éxito de la empresa.

Todos los presentes hicieron a Martí ardientes protestas de su lealtad y adhesión incondicional.

No había transcurrido una hora desde la llegada de Rubens y Quesada, y en estado de los ánimos había cambiado por completo. Al abatimiento producido por el golpe del fracaso tremendo e inesperado, había sucedido la fe que conforta y la resolución enérgica de seguir luchando hasta conseguir el éxito.

No había dinero, pero Quesada confiaba obtenerlo de las emigraciones de Sur América. Martí tenía seguridad de conseguirlo en México. Pero para ellos se necesitaban tres o cuatro meses, y los hombres de Cuba no querían o no podían esperar más tiempo, y por otra parte, era imposible explicarles la verdadera situación del Partido Revolucionario Cubano, porque ello traería como consecuencia inevitable, la ruina total del proyecto.

Por lo pronto lo más preciso era burlar a la policía que olfateaba el rastro de los conspiradores; y más tarde sacar a Manuel Mantilla y a Patricio Corona que estaban a bordo del Lagonda cuando fue sorprendido el barco, y a quienes Charles Hernández había escondido preventivamente en casa de una americano amigo suyo.

Entretanto la policía practicaba registros en algunas casas cubanas, mas por fortuna nadie conocía en Jacksonville ni a Martí, ni a sus compañeros, que por otra parte figuraban con nombres supuestos en los libros de los hoteles.

(Fragmentos del libro Cuba independiente. La Hababa, 1900).

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